sábado, 4 de octubre de 2014

¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?


Cuando se van haciendo viejas, muchas personas empiezan a tener esa vieja idea (como veréis, me encanta la redundancia) de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Esto puede tener dos lecturas: 

 a) Verdaderamente la sociedad está degenerando, tema ampliamente reflejado desde la antigüedad (por ejemplo se saca esa idea en La Ilíada de Homero donde en varias ocasiones expresa que esos héroes que entraban en lucha eran grandes, pero nada en comparación con los personajes de tiempos anteriores, como los Argonautas y otros similares), hasta tiempos más actuales (pondré como claro ejemplo una película que desde un punto de vista objetivo es de pésima calidad, pero que a mí me encantó: Idiocracia, donde se parte de la idea que la sociedad va degenerando hasta llegar a ser todos unos completos cretinos. Ciertamente mi idea es que no estamos tan lejos de esa aterradora estampa). 

b) El pasado fue mejor porque nosotros éramos más jóvenes y todo nos parecía maravilloso, con una perspectiva de futuro fantástica. Hasta que nos llovieron hostias por todos los lados y se esfumó nuestra visión idílica del mundo. 

¿A qué viene todo esto? Pues que me he acordado de aquellos tiempos de juventud donde empleábamos la cinta de cassette para grabar (realmente debería llamarlo piratear) las cosas que oíamos en la radio. Y en una de esas grabaciones que todavía debo tener por ahí rodando había un fragmento, procedente del programa Nómadas, entonces en Radio 3 (Radio Nacional de España), que me impactó. Para ser del todo sincero, nunca oí el programa, pero a mi hermano le gustaba y fue él quien lo grabó y me invitó a que escuchara ese fragmento. Desconozco si tras todos estos años han seguido emitiendo ese fragmento, pero no he encontrado ni un indicio sobre él. Ahora, sin permiso, quiero compartirlo con los chalados que se atrevan a pasar por este rincón: 


 A veces aumenta la profundidad del desierto. El horizonte remolonea su presencia, se oculta detrás de la calima entre fuegos transparentes. Entonces la soledad se vuelve circular; sin pasado, sin futuro; como un carrusel de desaliento que nos mira desde todos los flancos; como una circunferencia de polvo, de la que nosotros somos el centro y que se desplaza con nosotros como la mortecina luz se traslada alrededor de la bombilla.

 Cuando aumenta la profundidad del desierto y la soledad se vuelve circular, los verdaderos nómadas se cubren el rostro con un velo negro y tiran p’alante, como buenamente pueden, o bien se apalancan en el centro de la circunferencia de polvo alimentándose con la leche de su propio camello, la leche puta que siempre persigue al nómada intenso.

 Pero los gentiles no soportan el desierto e intentan disfrazarlo con oasis de celulosa. Cuando los gentiles cruzan el desierto conjuran las tormentas de soledad con espejismos que no tienen otra misión que la de mantener unida la caravana, evitando así la dispersión acre del nómada. La Navidad, los cumpleaños, el matrimonio, los domingos, son algunos de los espejismos preferidos por los gentiles. En ellos se sienten frecuentados y a cobijo de cualquier malicia de la vida; arropados con sus propios lomos como gatitos adiestrados. 

El nómada conoce el rigor de las estaciones y ama con pasión a unos dioses poco misericordiosos: la Belleza, la Lealtad, la Distancia y el Estremecimiento. Por eso mira con recelo los espejismos que los gentiles levantan en el desierto y pasa junto a ellos mirando siempre de soslayo.

 El nómada no desprecia a los gentiles, ni a sus dioses de peluche, pero detesta la obcecación del mercader y su ensañamiento. Por eso se inquieta cuando el fragor de las lonas multicolores invade su círculo de polvo, su carrusel perdido, su pequeño y solitario campamento.

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